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José Saramago / Web
“Estaba parado frente al semáforo en rojo cuando se quedó ciego”. Así comienza ‘Ensayo sobre la ceguera’ (1995), la novela más estremecedora de José Saramago, premio Nobel de Literatura.
La ceguera blanca —una pandemia inexplicable que se propaga velozmente y sin lógica aparente— transforma súbitamente el orden social y desenmascara, con la precisión quirúrgica de una gran parábola, la precariedad ética y política sobre la que se sostiene nuestra civilización.
En ese mundo que se derrumba, los personajes —sin nombre propio, definidos apenas por rasgos físicos o roles sociales— deben enfrentarse a lo más brutal de la condición humana: el instinto de supervivencia, la violencia desatada, la deshumanización. Pero también, y sobre todo, al dilema moral de seguir siendo personas cuando la sociedad se desmorona.
Saramago construye esta alegoría distópica con un estilo deliberadamente denso y ralentizado. La narración avanza con la misma parsimonia con la que los ciegos tantean las paredes, inseguros y frágiles. Esa elección estilística no es caprichosa: el lector, al igual que los protagonistas, experimenta la ansiedad, la confusión, la falta de referencias. Lo que podría parecer tedio narrativo es, en realidad, una forma eficaz de producir empatía sensorial con la catástrofe.
En esta epidemia sin origen claro ni cura posible, hay un personaje clave: la mujer del médico, la única que no pierde la vista. Su visión no es solo física, es ética. Ella guía al grupo con una mezcla de coraje silencioso y dolor acumulado, sin transformarse nunca en líder mesiánica. El suyo es un liderazgo hecho de ternura y responsabilidad, más cercano a la compasión que al poder. En tiempos donde resurgen figuras autoritarias que prometen orden a cambio de obediencia, el gesto anónimo de esta mujer —enterrar un cadáver, cuidar al otro, lavar una herida— cobra un sentido profundamente político.
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Esta es también una crítica feroz a los mecanismos del Estado. Ante el brote, la respuesta gubernamental no es la solidaridad sino la exclusión: los infectados son encerrados, vigilados, abandonados a su suerte. La violencia estructural aparece así como reflejo y continuidad del desastre sanitario.
Hay pasajes en los que la violencia alcanza niveles insoportables, pero también hay escenas cargadas de una belleza dolida.
Más allá de su potencia literaria, la novela dialoga con nuestras realidades más recientes. Durante la pandemia del COVID-19, muchos redescubrieron esta obra como una suerte de profecía lúcida. La ceguera blanca funciona como metáfora de una sociedad saturada de datos pero incapaz de ver al otro. Un mundo donde la información no conduce al conocimiento, y el conocimiento no garantiza sabiduría.
‘Ensayo sobre la ceguera’ es, en definitiva, una obra literaria de alto voltaje moral y político. En tiempos de crisis —sanitaria, económica, simbólica—, sigue proponiendo algo elemental y urgente: cerrar los ojos para aprender a ver. Y, una vez que veamos, no dejar de mirar.
Con esta obra, José Saramago regresa a los territorios bíblicos. Lo hace con más acidez, ironía y una claridad narrativa que, aunque escandalosa para algunos, resulta profundamente reveladora. Publicada en 2009 —el último libro de ficción que entregaría antes de su muerte—, esta novela no solo visita los pasajes fundacionales del Antiguo Testamento, sino que los desmonta, los cuestiona y los reescribe desde una ética insobornable: la del libre pensamiento.
Desde la primera línea, Saramago deja en claro que no va a tener piedad con el dios de las Escrituras: “Cuando el señor, también conocido como dios, se dio cuenta de que a Adán y Eva \[…] no les salía ni una palabra de la boca \[…] se irritó consigo mismo…”. A partir de ese momento, la historia que creemos conocer se convierte en una travesía literaria subversiva, cargada de humor, irreverencia y lucidez.
La trama sigue los pasos de Caín, condenado a vagar por la tierra después de matar a su hermano Abel. Pero en esta versión, el castigo divino viene con un don: Caín puede atravesar el tiempo, y así se convierte en testigo de los principales episodios del Antiguo Testamento. Ve con sus propios ojos cómo Dios ordena a Abraham sacrificar a su hijo, cómo permite que Satanás atormente a Job, cómo castiga a Sodoma y Gomorra, cómo desencadena el diluvio universal y destruye la Torre de Babel, donde se habla —con sarcasmo genial— euskera y portugués.
Saramago reivindica a Caín no como víctima, sino como testigo lúcido de una divinidad caprichosa, injusta y cruel. En cada episodio, Caín confronta a Dios con sus contradicciones, lo interpela, lo señala. Según el autor, Caín lleva una marca en la frente no solo como castigo, sino como evidencia de la debilidad de Dios, quien eligió a Abel y no supo lidiar con las consecuencias de su preferencia. Saramago no intenta justificar el fratricidio, pero lo inserta en un marco de causas y efectos donde el Creador no queda bien parado.
En entrevistas, el autor fue claro: *Caín* es un ejercicio de libertad. No escribe desde el odio, sino desde una ética del pensamiento. Y aunque ateo, Saramago reconoce que su formación cristiana forma parte de su identidad. “Escribo sobre lo que me hizo ser quien soy”, dijo, defendiendo su derecho a reescribir una historia milenaria. Así como Caín cuestiona al dios bíblico, Saramago desafía el dogma literario y teológico con una novela que es, a la vez, sátira, ensayo y relato filosófico.
¿Qué pasaría si la mayoría de los ciudadanos votara en blanco? ¿Y si lo hiciera no por apatía sino por conciencia? ‘Ensayo sobre la lucidez’, novela publicada en 2004, parte de esa premisa para construir una ficción inquietante, política y profundamente actual.
Si ‘Ensayo sobre la ceguera’ (1995) retrataba el caos absoluto provocado por una epidemia sin causa ni cura, esta secuela espiritual, situada en la misma ciudad sin nombre, plantea una revolución pacífica igual de peligrosa para el poder: una ciudadanía lúcida que, en plena democracia, decide no elegir a nadie.
Todo comienza en un día de elecciones municipales. Llueve a cántaros y, como era de esperarse, la participación es escasa por la mañana. Pero por la tarde, las urnas se llenan. El problema no es la ausencia de votos, sino su contenido: la mayoría son votos en blanco. El gobierno, atónito, convoca nuevas elecciones. La respuesta popular se redobla: esta vez, el 83% de los votos son blancos. Ante semejante acto colectivo de desobediencia simbólica, el sistema entra en pánico. El gesto democrático se convierte en amenaza.
A partir de allí, Saramago despliega una sátira política brillante que se vuelve cada vez más oscura. El poder no entiende lo que no controla. Decide actuar. Acusa sin pruebas, persigue sin sentido, y convierte a ciudadanos comunes en sospechosos de conspiración. No hay líderes visibles, pero debe haber culpables. Las cloacas del Estado entran en acción: se reprime, se espía, se fabrica un enemigo.
En esa atmósfera de paranoia, aparece un nuevo protagonista: un comisario de policía al que se le encomienda descubrir el origen de esta “epidemia de insensatez”.
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