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Séptimo Día |CORREO DE LECTORES

Mi querido Jockey club

Mi querido Jockey club

MARIA VIRGINIA GUTIÉRREZ EGUIA

31 de Agosto de 2025 | 04:45
Edición impresa

 

TERCERA PARTE

Me parece escuchar las voces de los chicos junto al metegol viejo y ese sonido característico de platos, vasos y cubiertos mezclado con el chasquido de las brasas y el aroma a ramitas de eucalipto.

Me acerco al quincho. Las ventanas están impregnadas de tierra y de verdín. Varias de ellas están rotas. Apoyo con cuidado la frente contra un vidrio y cubro mi cara con las manos, haciendo nido, a ambos costados de los ojos. Espío entre las telas de araña. Veo muebles arrumbados, paredes agrietadas y una lámpara colgante olvidada. Dejo en ese lugar las huellas de mis zapatillas en la tierra seca. Presiento que las borrará la lluvia.

En el camino traigo a mi memoria la vuelta a la sede, con mi amiga inseparable Anita Pédéflous, en el último micro, el micro de las ocho. Era el mejor plan, una aventura más volvernos solas, casi de noche sin nuestros padres. A veces apretadas, extenuadas, incendiadas de sol, pero felices y cómplices planeando la próxima matiné o fiesta en el barco.

¿Como olvidarme del barco? Únicas y esperadas eran las fiestas de carnaval en febrero, los sábados a la noche. Solían llevarnos papá y mamá en el Peugeot 504 amarillo. A veces se quedaban a cenar y a bailar. Tengo presente ese camino oscuro, como una boca de lobo, desde La Plata hacia Punta Lara. Sin embargo, se hacía corto y divertido entre risas y charlas con María Elena y mi querida amiga Laura Vásquez. Recuerdo que al llegar a la puerta, con el carnet de socio en mano, se abría la barrera, pasaban los autos y ya se empezaba a oír la música ligera. Subir al barco era como transportarnos a otro mundo donde la alegría se multiplicaba.

A bordo, la pista explotaba de chicos y chicas. Jugábamos al carnaval tirándonos espuma y lanza perfume al ritmo de la canción de Rita Lee. En la bandeja de Pablo Balat sonaba Soda Stereo, Charly García, Los abuelos de la Nada y Virus en su esplendor. Existía esa divina ilusión de encontrarte con alguien que te gustaba, que tal vez aparecía y te sacaba a bailar o la de esperar a ese amigo de otro club, que no tenía carnet y se colaba trepándose por el enrejado, en plena oscuridad, como una gran hazaña. Bailábamos movido horas hasta que dolieran los pies, anhelando que llegaran los insuperables lentos.

¡Qué bien lo pasábamos en El Barco con mis amigas del colegio, las mismas de siempre, las mismas de hoy! Desde adentro, a través de los ojos de buey o desde afuera, sentadas en las barandas de proa, el río se veía plateado, iluminado con las altas farolas del murallón. Ellas todavía permanecen ahí, imponentes, históricas. Me gusta imaginar que de noche se encienden para mí.

“La canción del Adiós”, de César Banana Pueyrredón, enganchada con el insuperable ¨New York” de Frank Sinatra, era el remate que anunciaba el fin de la fiesta. La música se dejaba oír desde el salón de abajo, donde bailaban y nos esperaban nuestros viejos abrazados a media luz.

Hoy recorro el balneario paso a paso, una y otra vez fotografiándolo todo, reviviéndolo todo, después de una larga ausencia. Mi querido Jockey Club sigue amarrado allí, con el arraigo de memorias lejanas y tiempos de plenitud. Camino hacia la puerta de salida por el sendero de lajas grises. No miro hacia atrás. Atravieso la barrera. Y, mientras me alejo, la luz tenue del sol de invierno se cuela entre los árboles, que aún sobreviven al tiempo.

 

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