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Por MARTIN TETAZ (*)
Twitter @martintetaz
La semana económica comenzó con una buena noticia. La inflación se está frenando.
Sí, es verdad que persisten las controversias en torno de la verosimilitud de las cifras del nuevo índice de precios del INDEC, pero esas diferencias tienen que ver con el nivel de la inflación y no con su tasa de aceleración.
Me explico. Para el INDEC la inflación fue 3,7% en enero, 3,4% en febrero y 2,6% en marzo, mientras que para el indicador conocido como “Inflación Congreso”, que promedia las mediciones de las consultoras privadas, los precios subieron 4,6% en enero, 4,3% en febrero y 3,3% en marzo.
Según la consultora Elypsis, que tiene su propio índice, esa brecha tiene que ver con que el INDEC toma sistemáticamente los productos del programa “Precios cuidados” en sus estimaciones y por ello el índice subestima la verdadera inflación entre 0,7 y 0,9%.
Pero cualquiera que sea la raíz de la discrepancia, lo cierto es que ya sea que se tome el indicador oficial, como el de cualquier fuente alternativa, los precios se están desacelerando; o puesto en un lenguaje más común: siguen aumentando, pero en marzo aumentaron menos que en febrero.
NO ES PARA FESTEJAR
No es tampoco un resultado para el festejo desaforado. Incluso una tasa del 2,6% es tan alta que de persistir en ese nivel durante doce meses, termina generando una inflación anual del 36% por su efecto acumulativo, y si el Gobierno quiere que 2014 termine por debajo del 35% deberá esforzarse en que la tendencia a la desaceleración continúe, porque los tres primeros meses del año los precios ya acumulan una escalada del 10%.
Como quiera que termine la película, es altamente improbable que la inflación acabe por debajo de las paritarias, que en su gran mayoría están cerrando entre el 26 y el 31%, de modo que este será un año de caída del salario real, tal y como sucede cada vez que se produce una devaluación significativa de la moneda como la que tuvo lugar en enero pasado.
Pero contrariamente a lo que la mayor parte de la gente cree, la caída de la capacidad adquisitiva no es la consecuencia más perniciosa de la inflación. Incluso en el hipotético caso de que las jubilaciones y los salarios se ajustaran automáticamente al crecimiento de los precios, la inflación tendría consecuencias nefastas para la economía.
La primera de ellas tiene que ver con que en un contexto inflacionario, la moneda nacional pierde su función como reserva de valor. Si una unidad monetaria falla en su capacidad para mantener el poder de compra, la gente no puede separar temporalmente la decisión de vender (sus bienes, o su trabajo) y de comprar, volviéndose poco a poco a una economía pre monetaria, de trueque, lo que reduce notablemente la cantidad de intercambios que se pueden realizar. El menor comercio, a su turno, reduce la posibilidad de dividir el trabajo y especializarse, ocasionando una fuerte caída en la productividad. Más inflación equivale de este modo a una menor tasa de crecimiento en el mediano y largo plazo, echando por tierra la hipótesis de que es posible crecer con alta inflación indefinidamente.
Con una moneda que pierde valor, además, se anulan las chances de hacer política monetaria, porque nadie demanda un activo que se deprecia automáticamente, del mismo modo que nadie guarda helado si no tiene heladera, porque se derretiría de manera inexorable.
MENOS COMPETENCIA, MAS CONCENTRACION
La inflación además reduce la competencia y favorece la concentración económica, porque en un escenario de estabilidad de precios es relativamente fácil para los consumidores disciplinar a los vendedores careros, dejando de comprarles, pero cuando todo sube es necesario invertir mucho tiempo averiguando precios y la gente pierde noción de cuanto salen las cosas, lo que le da la posibilidad a los grupos más concentrados de aprovechar la incertidumbre en beneficio propio.
En tercer lugar, la inflación les otorga un tremendo poder a los sindicatos, porque les da la excusa para parar, hacer piquetes, manifestaciones y demás medidas de fuerza que de ningún modo tendrían la misma duración e intensidad en un entorno de precios estables. Figuras como Baradel o Moyano, acumulan un notable poder y el país lo paga con veinte días menos de clases, tremendas demoras por los piquetes y días de trabajo perdidos por los bloqueos al transporte. La conflictividad social resultante le pone así una mochila de plomo a la economía argentina año tras año, agravando nuestro subdesarrollo. Adicionalmente, la inestabilidad de precios dinamita la política salarial como herramienta para asignar mejor los recursos y pasa a segundo plano las discusiones por las condiciones (no monetarias) de trabajo.
ADEMAS, CORRUPCION
Por último, la inflación es caldo de cultivo para la corrupción. Una investigación de Miguel Braun y Rafael Di Tella, muestra que en contextos de alta volatilidad de precios resulta mucho más difícil controlar los sobreprecios y asegurar que las licitaciones sean competitivas, puesto que se pierde la referencia de cuanto salen las cosas y ya no es posible comparar, por ejemplo, el gasto por metro cuadrado de viviendas sociales, de cañerías de agua, de cloacas o de asfaltos, como tampoco los precios pagados por los insumos médicos o útiles de oficina, tanto en relación a compras anteriores, como a las efectuadas por otras provincias o municipios, según corresponda.
No es casualidad que nuestro país tenga la segunda tasa de inflación más alta del planeta, detrás de Venezuela, y ocupe el puesto 106 en el ranking mundial de transparencia que publica Transparency Internacional, donde los dirigidos por Maduro figuran 160.
(*) El autor es economista, profesor de la UNLP y la UNNoBA, investigador del Instituto de Integración Latinoamericana (IIL) e investigador visitante del Centro de Estudios Distributivos Laborales y Sociales (CEDLAS)
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