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Revista Domingo |LA IGLESIA DE HOY

El señor “egoísto”, rey

14 de Diciembre de 2014 | 00:00

Escribe Monseñor DR. JOSE LUIS KAUFMANN

Una encuesta universal que se hiciera para detectar el porcentaje de personas egoístas podría darnos un resultado preocupante. Pero sin llegar a ese nivel, observemos los alumnos de un aula o una asamblea de docentes, un grupo de empleados o un congreso de empresarios, o quizás una comunidad religiosa o una reunión de dirigentes eclesiásticos... y no será difícil comprobar que la mayoría tiene actitudes egoístas, que la mayoría piensa primero en sus propios intereses, que casi todos se creen mejores y superiores a los demás. Y esta realidad, tan cierta, no le interesa casi a nadie. Más aún, la ceguera de los egoístas no les permite ver más allá de su propia piel. Es muy difícil, casi imposible, que un egoísta se dé cuenta y reconozca humildemente su propio egoísmo.

El egoísmo sólo podrá ser detectado y sanado cuando en el corazón humano hay docilidad a la obra de Dios

Para colmo de males, el egoísta también tiene actitudes que aparecen como nobles, leales, desinteresadas, generosas... mientras que de hecho sólo se busca a sí mismo, a su propia seguridad, a su triunfo. Esta trama de notable confusión no suele permitir que se detecte y se reconozca la gravedad del egoísmo, y su daño social. Por eso, el mundo vive en el desorden, en el creciente desorden, en el creciente desorden moral. Sin embargo, esto es tan viejo como el mundo. En los orígenes de la creación, el pecado de los primeros seres humanos fue eso, y toda la historia del Pueblo de Dios es una urdimbre de egoísmo humano y bendiciones divinas. El mismo Jesús denuncia el egoísmo en uno de los suyos, cuando les anuncia que debía sufrir, ser condenado a muerte y resucitar. Fue entonces que, “Pedro lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo, diciendo: ‘Dios no lo permita, Señor, eso no sucederá’. Pero Jesús, dándose vuelta, dijo a Pedro: ‘¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tu eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres’.” (Mt. 16, 21-23).

En este suceso podemos ver que hasta esa actitud aparentemente noble de Pedro, que no quiere que Jesús sufra y muera, es una mera expresión de su egoísmo: pensaba en él, en lo bien que estaba con el Divino Maestro, pero Jesús no sólo le reprocha su gesto sino que le ayuda a salir de su egoísmo al decirle: “tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”. Porque sólo quienes piensan según los designios de Dios, sólo quienes buscan vivir en la Voluntad de Dios, sólo quienes saben olvidarse totalmente de sí mismos para dar lugar al Reino de Dios, van superando su egoísmo y comprendiendo que la vida es entrega sin medida y sin condiciones, como enseña el Evangelio.

El egoísmo se adueña y enraíza casi imperceptiblemente, porque se caracteriza por su rebuscada sutileza, porque sabe disimular con sus disfraces inofensivos, porque posee la más vasta colección de atavíos sofisticados y atrayentes. El egoísmo sólo podrá ser detectado y sanado cuando en el corazón humano hay recta intención y docilidad a la obra de Dios, que actúa en lo más profundo de la conciencia.

Señor, mi Dios, líbrame de la esclavitud de mí mismo, líbrame de las míseras justificaciones de mi amor propio, líbrame del egoísmo que sólo me aísla y condena al infierno de mis caprichos. Señor, mi Dios y mi Todo, ten piedad de mí, mírame con misericordia y concédeme la gracia de una buena salud espiritual, librándome ante todo del egoísmo en todas sus manifestaciones. Amén.

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