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Séptimo Día |TENDENCIAS

Seattle, La Plata y la música...

19 de Octubre de 2014 | 00:00

Por JUAN BECERRA
Escritor

Haciendo caso omiso a la enorme distancia que hay entre una cosa cualquiera y aquella otra con la que se la quiere comparar, la conexión sensible entre La Plata y Seattle es, al mismo tiempo, racional y arbitraria. De tamaños similares y desarrolladas en las últimas décadas del siglo XIX, Seattle tuvo a Jimmy Hendrix y La Plata a la Cofradía de la Flor Solar; y si bien La Plata no puede hacer competir su exquisito tomate con la factorías Starbucks y Boeing, el rock platense de fines de los años ‘80 en adelante no debería sentirse disminuido por el furor que en esos mismos años produjeron en Seattle (última ciudad estadounidense en la frontera con Canadá, o primera ciudad canadiense en el interior de Estados Unidos) bandas como Soundgarden, Nirvana, Pearl Jam o Foo Fighters.

Lo que no se puede negar es que ambas ciudades, al mismo tiempo y quizás como tantas otras, utilizaron la música como vehículo del disgusto. En el caso de Seattle, un disgusto orientado contra sus lloviznas pertinaces y depresivas, la cultura industrial y el conformismo que destruye por dentro la prosperidad que se logra con el trabajo. En el caso de La Plata, contra el discurso burocrático que domina su cultura. No debe haber ciudad en el mundo que se acerque a La Plata en masa crítica de personal administrativo y cantidad de metros cuadrados estatales, exceptuando a Brasilia.

Decenas de juzgados bajo océanos de expedientes, todos los ministerios, secretarías y direcciones de una provincia-país, organismos nacionales, millones de cajas chicas, firmas y sellos, una universidad de volúmen astronómico y un ejército civil de diez mil abogados en actividad liberal no ponen en el primer lugar de la ciudad al arte aunque, por supuesto, no debemos perder las esperanzas de que uno de estos días, en medio de tanto papelerío, como quien sale de un repollo, nos salga un Franz Kafka capaz de hacer literatura de la burocracia. No olvidemos que si bien Kafka fue un genio del arte literario, ese arte dependió siempre de su vida de burócrata (prácticamente vivía en su oficina), sostenida por una idea fatal: la vida es, en sí misma, una experiencia burocrática; algo que no discurre con fluidez y que, contra lo que quisiéramos, no se puede realizar.

Tampoco hay muchas ciudades en el mundo en las que florezca con tanto vértigo la venta de instrumentos musicales y la formación de bandas de rock; y si se pudiera hacer un índice de búsqueda por habitante en Mercado Libre de esos intrumentos (guitarras, baterías, bajos, teclados, etc) más sus accesorios (pedales, amplificadores, cuerdas, micrófonos, auriculares, portaestudios, etc), La Plata aparecería en el primer lugar, o en el segundo después de Seattle.

Es posible que la resistencia al clima cultural homogéneo que impregna a las ciudades de indiferencia y mediocridad (a La Plata, pero también a Berlín y a Los Angeles) es aquello que hace sobrevivir a la música y a cualquer tipo de arte en condiciones desfavorables. En el fondo, el arte funciona con la misma fuerza, pero contraria, que mueve a las burocracias. La misma obsesión, la misma persistencia: la misma neurosis. Para triunfar en el arte no hay otro camino que el de abrazar una causa perdida, al modo en que el capitán Ahab se ató a la ballena en Moby Dick, de Herman Melville, quien junto con Kafka es el autor que ha dramatizado como nadie la experiencia de no ir, no hacer, no intervenir. La resistencia es un acto negativo y poético, a veces sin necesidad de manifestaciones violentas, como lo demuestra Melville en Bartleby, con su personaje abandonado a una sola palabra: la palabra no.

ESTELARES

Caigo en la cuenta de que este prólogo extenso ha sido preparado para comentar que vi el DVD de Estelares en el teatro Gran Rex, que acaba de salir. Por varias razones, en especial porque nacimos el mismo año en la misma ciudad, siempre me interesó la figura de Manuel Moretti, su songwriter, y mucho más sus canciones. Durante una eternidad de sábados -el sábado de la infancia es el único día del que se puede pretender algún tipo de eternidad- compartimos la cancha de fútbol del Colegio Marianistas de Junín y la antena de la A.M. LT 20, cuyos amos del aire fueron Leonardo Favio, Nino Bravo, Sandro y Roberto Carlos, los “otros” Beatles para quienes se han (nos hemos) educado sentimentalmente en el discurso amoroso de la balada en español.

En un año que mentiría si dijese con exactitud cuál fue, pero que pudo haber sido 1989 o 1990, una banda que entonces tenía Moretti, llamada “Licuados corazones”, tocó una noche de verano en La Casa Rosada de mi abuela María, un bar de Junín de ambiente apocalíptico. El público, campechano y autosuficiente, sin talento para la percepción, simplemente estaba ahí, dando testimionio de aquello a lo que no le prestaba atención. El estribillo de un tema que escuché esa noche todavía me zumba en la cabeza: “En la esquina venden pan”. Aún hoy me gusta esa precisión y esa sencillez realista, como de guía Filcar, con las que la letra refiere humildemente que venden pan en la esquina. La pregunta es: ¿en cuál esquina no venden pan? Sólo en las esquinas donde hay farmacias. Que una partícula cualquiera del mundo represente un mundo completo es el modo de ver las cosas que entonces ya se había definido en la lírica de Manuel Moretti. Pero bastó que después del concierto el público se trasladara a otro bar para escuchar que uno de los empleados dijera, con ironía mal aplicada y acodado en la barra, que es donde los argentinos nos las sabemos todas: “En la esquina venden pan, en la esquina venden pan.... ¡Y a mí qué mierda me importa qué venden en la esquina!”. Con el resultado puesto, que nos muestra a Moretti en la cima de su popularidad, no voy a delatar a quien lo dijo, pero sí se le puede cuestionar haber escuchado equivocadamente aquella frase del lado de la literalidad. No hace falta explicar que una frase de una canción es solamente una manera de decir, que opera de un modo diferente respecto del lenguaje común y que lo que busca es, apenas -y nada menos-, un instante de comprensión en el que no sólo se escuche lo que dice sino también lo que “intenta” decir.

En el recital del Gran Rex, que se grabó en abril de 2013, Manuel Moretti recordó que a casi todas sus canciones las escribió en La Plata, sin dudas la ciudad natural para hacer canciones en la Argentina. Mientras lo hacía, durante los años ‘90, en situación del despojo material con que en la historia del arte se ha descripto hasta la caricatura a las vanguardias, trabajó de mozo en el restaurante A Tavola, de calle 53. Una noche de, digamos, 1994 fui a cenar allí y cuando vi que venía a atenderme quise que me tragara la tierra. No toleraba la injusticia ni el azar de ese cuadro compuesto por el servidor y el servido. Crucé los dedos para que alguna fuerza lo desviara y no llegara a la mesa, pero nunca anduve bien con la magia negra y Manuel, a quien conocía de niño y de quien ya entonces me gustaban sus canciones, me dio la carta con amistad y soltura. Esa noche ya era un artista de la canción consumado, cumpliendo circunstancialmente -lógicamente- con el drama de la supervivencia, sin ningún complejo y, por extensión, aportando una escena memorable a su mitología personal que hoy encuentra su recuerdo.

Manuel Moretti fue y es la prueba viviente de esa fórmula irresistible que une el amor al arte y el amor propio y los convierte en una materia biográfica indisoluble. En cuanto al éxito de Estelares, se trata, en el fondo, de un accidente de mercado que, como todo éxito, sólo puede darse al borde del fracaso. El diccionario debería decir que el éxito es una forma invertida del fracaso, y viceversa. ¿Qué hubiera pasado si las canciones de Estelares, hoy entonadas hasta por las hinchadas de fútbol, piezas de transmisión casi folclórica, no hubieran saltado nunca al escenario de la consagración? Nada, ¿qué iba a pasar? La popularidad no mejora las canciones, así como la falta de popularidad no las rebaja.

Hacer canciones es un trabajo íntimo, desinteresado y de, alguna manera, político. Se hacen canciones contra el hastío, contra la hostilidad del ambiente, contra la soledad personal; y es posible que La Plata -como Seattle- produzca canciones contra lo que no le gusta de sí misma. Por otra parte, el resultado no está en cuánta gente compra un disco sino en el impacto profundo que produce cada canción en cada persona que la escucha. Excepto para SADAIC, en todo caso nunca para la belleza imperecedera de la canción, no hay diferencia entre que Santiago Motorizado cante “Amor en el cine” en el escenario de Luna Park o en el patio de su casa.

LA RAIZ, EL ROCK

Si La Plata es una ciudad -como casi todas- que últimamente tiende a la grisura, la exaltación del sentido común y el desdén por lo que no sea el espectáculo mainstream, ante el que inexplicablemente la cultura de Estado se rinde una y otra vez (en eso el Estado es el espectador más bobo del mundo, capaz de pagar fortunas para ver a Violeta de cerca), el rock platense es lo que la mentiene viva “por abajo”; es, de algún modo, su raíz más profunda, su antena y su alarma y, posiblemente, su único lenguaje propio.

Todas las notas tienen su posdata. Esta también. Es una fija que los hechos no terminan nunca del todo. En el flamante tren rápido a Constitución, cuya puntualidad y comodidad ya quisiera tener Seattle, mientras pensaba en escribir algo de todo esto, me encontré con Chivas Argüello, cantante de Norma que, en febrero, editará un nuevo disco grabado ya hace más de un año en los estudios Ion. También me contó que está trabajando en la producción del nuevo disco de Míster América. Un comentario de un minuto: dos discos. En Seattle no pasa.

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