Estimado lector, muchas gracias por su interés en nuestras notas. Hemos incorporado el registro con el objetivo de mejorar la información que le brindamos de acuerdo a sus intereses. Para más información haga clic aquí

Enviar Sugerencia
Conectarse a través de Whatsapp
Temas del día:
Buscar
Séptimo Día |TENDENCIAS

Entre vidrieras, tentaciones y contracultura

21 de Septiembre de 2014 | 00:00
Entre vidrieras, tentaciones y contracultura

Por JUAN BECERRA

Por circunstancias muy lejanas a mi voluntad, en las últimas semanas he estado frecuentando el Tortugas Open Mall, llamado confianzudamente TOM por los visitantes asiduos que circulan como zombies entre los claros de una selva de marcas y que, luego de comprar, con la satisfacción momentánea del deber cumplido, se estacionan para tomar, agitados como el león que baja al estero después de tragarse una cebra, su café de franquicia.

La arquitectura del TOM tendrá que esperar que los valores de innovación y belleza de las grandes obras den toda la vuelta para merecer una medalla al mérito. Mientras tanto, diremos que la cárcel de Guantánamo no tiene nada que envidiarle. Su construcción es la de una secuencia de pabellones de pasillos anchos y locales-celda a los costados. Cada tanto, para que la claustrofobia no saque su rédito de melancolía y depresión, hay unas cúpulas de vidrio sostenidas por estructuras metálicas montadas al modo de un Rasti, que nos recuerdan las carpas de circo y nos calientan la cabeza con la idea de que podrían ser desmontadas en una semana y montadas en otro lugar.

UN HILO DE LUZ

Por la transparencia cae un baño de realidad -el más real de todos: el de la luz solar-, una concesión de los arquitectos al exterior, como si nos dijeran: “bueno, está bien, este Paraíso que inventamos también tiene su afuera”. Al ras del piso de esa afuera, circulan autos enclenques, motos humeantes y peatones latinoamericanos con sus mochilas fabriles en “combinación” con camionetas de la solidez de un búnker antinuclear.

Los pabellones pulidos y perfumados son iguales a tantos cientos que hay en todo el mundo. La fealdad es consuetudinaria, casi un derecho de estos lugares. En la mayoría de los locales hay música electrónica. Quizás alguien descubrió que el mismo efecto tribal que produce en las discos, donde es cuestión de escucharla para que el cuerpo baile solo, tiene su versión comercial: es cuestión de escuchar para comprar. El ritmo de la música coincide con el de la ansiedad consumista. Sin embargo, siento que no necesito nada de las casi doscientas bocas de expendio que me llaman como doscientas bocas de lobo abiertas al mismo tiempo.

DE TODO... Y UN RELOJ

No necesito anteojos de sol, ni los zapatos con plataforma que vende Messi, ni la heladera espejada de dos puertas que escupe cubos de hielo, ni las donas como de corcho que come Homero Simpson, ni la última camiseta de River. Menos voy a necesitar, entonces, las falsas sillas Aluminum de Herman Miller ¡cromadas! y la lencería sadomasoquista naif inspirada en las “50 sombras de Grey”, ese bodrio antiliterario que es pasión de multitudes iletradas. Tampoco necesito un reloj, pero es un objeto que me gusta desde que leí a Roland Barthes contando la historia del niño que desarma uno para ver cómo funciona el tiempo.

¿Qué sería de la puntualidad inglesa sin la relojería suiza? Es admirable que un país -al menos en términos de imagen- se dedique a una sola cosa. Casi todo lo que se ofrece en la relojería del TOM tiene sus patentes anotadas en el país de la cronofilia. En las vitrinas se ofrece la informalidad del TAG-Heuer, que tan bien va con camisa a cuadros, jean y zapatos náuticos; la obsesión de Omega por las milésimas de segundo; el barroquismo de los Rólex; un inquietante Rado de cerámica, con agujas flúo, en el que prácticamente hay que adivinar la hora; los hermosos Hamilton de correa de cuero y números indoarábigos. El problema -un problema francés- lo introduce Cartier, que está relanzando sus clásicos Tank, tan inadecuadamente expresivos con sus enormes números romanos en negro, torcidos como en bastardilla, y recargados de información como la primera plana de un diario.

Hace diez años que no necesito un reloj pulsera porque el que tengo me gusta mucho, pero ahí estoy, considerando el mercado en el que podría encontrarle un reemplazante, juzgando formas y, silenciosamente, tomando partido. ¿Por qué? ¿Con qué necesidad?

Lo que llamamos mercado actúa como un terrorismo de la tentación. Entramos al súper en busca de, digamos, un jabón de tocador y “a la pasada” nos llevamos una llave inglesa (porque está barata), un pack de doce botellas de la bebida que no tomamos nunca porque no nos gusta (pero la promo es irresistible), un delantal de cocinero con la cara de El Chavo del 8 (que, aunque no cocinemos, nos trae recuerdos de nuestra infancia televisiva), unas pantuflas de abrigo deslizantes con las que nos vamos a desnucar el próximo invierno (es verano, pero se trata de una ganga), tres kilos de bacalao (somos hipertensos, pero un lujo es un lujo) y un set de 3 CDs debidamente encintados como trillizos con los grandes éxitos de Mozart, Rata Blanca y Cacho Castaña. Sin esa lógica demoníaca que le da estatus de necesidad espontánea (tan espontánea y necesaria como un reflejo de supervivencia) al encuentro incidental con cosas que nunca tuvimos en cuenta en nuestra vida, no habría capitalismo.

OPCIONES

No hay capitalismo de la necesidad -quién puede no saberlo a esta altura- sino de lo superfluo, lo innecesario, lo frívolo y lo inútil. Frente a esta fatalidad, las alternativas siempre han sido dos. O se persiste en el sistema del trabajo y el consumo dementes, por el que ambas actividades se han esclavizando mutuamente en los últimos siglos con el resultado de enajenación a la vista; o se retrocede drásticamente hacia una organización dife

rente del mundo, en la que ya no tendremos las obligaciones del trabajo-presidio, tampoco la cantidad de bienes, servicios y confort con los que convivimos, pero a cambio contaremos con tiempo propio y libre, el verdadero tesoro de la vida.

En el primer caso, seguiremos como estamos: mal, bien y más menos (todo junto), con millones y millones de personas empleadas, explotadas y sacrificadas por el mandato del progreso. En el segundo, no sabemos qué puede ocurrir, pero podemos imaginar un mundo que cumple la utopía del dolce far niente, que trabaja lo mínimo y vive con lo básico, algo que de una manera marginal ya existe en aquel ciudadano que cuelga los guantes y se retira a regímenes vitales más amables y personales, lo que no podría hacerse por afuera de patrones capitalistas como el que rige la propiedad y la economía doméstica viable. Porque, por ejemplo, el gesto bucólico de “comprarse un campito” es un sueño que comienza en una escribanía firmando un boleto y pagando honorarios e impuestos, algo que sólo está al alcance de los ganadores del capitalismo.

UN LIBRO Y UNA DONA

Volvamos al TOM. Caminar por sus calles techadas me resulta desagradable porque siento en el ambiente el sociocentrismo burgués que nunca percibió -ni percibirá- las necesidades dramáticas de sus periferias. Sin embargo, el anticonsumista rabioso que hay en mi, busca desesperadamente un libro en la librería cuya vidriera no tiene libros sino discos. El libro no está, pero si estuviera y lo comprara, ¿en qué se diferenciaría mi consumo de una dona de Homero Simpson o de la bombacha con puntillas de Grey? En nada. Me paso la vida ejecutando actos capitalistas, aunque con la idea equivocada de que los combato. Para combatirlos debería dejar de atacarlos verbalmente y renunciar a muchas cosas, entre ellas a la compra de libros, a las salidas al cine y a restaurantes, a los viajes, al wi-fi, a Netflix y, por supuesto, a los relojes. Estoy atrapado. Sin ir más lejos, este texto anticapitalista que ustedes están leyendo es, sin dudas, un acto capitalista que consiste en escribir a cambio de dinero.

Por suerte el TOM está clavado en el ramal Pilar de la Panamericana, y uno puede dejarlo ahí y emprender la fuga de sus instalaciones sin identidad (detrás de las marcas, no deja de mandar de modo difuso “el capital”). En eso, La Plata es más saludable. Hace casi treinta años que se habla de que le falta, por fortuna, un paseo de compras de volumen. La pregunta es ¿para qué? Teniendo una ciudad que ha sido imaginada y ejecutada con un corazón en el que se levanta una secuencia de monumentos enlazados por ramblas, ¿no es mejor caminar desinteresadamente por ellas sin la tentación, y por lo tanto la obligación mental, de comprar algo porque sí?

EL ENTORNO

La vista de la Ciudad no pasará por su mejor momento -en términos de mobiliario urbano, con esos asientos de cemento en forma de pan de hamburguesa gigante en algunas plazas, da para pensar que es el peor-, pero aún siguen valiendo mucho más las ruinas del Pasaje Dardo Rocha que un pasillo de vidrios templados. En eso es como si hubiera un plan: al no poder o no querer mantener los edificios emblemáticos, la ciudad apuesta a que se vengan abajo, quizás para que pronto tengamos allí nuestro Coliseo o nuestro Partenón, iluminados con esas luces azules tan bonitas, posiblemente inspiradas en la penumbra controlada de los hoteles alojamiento.

La Plata -las condiciones físicas de la ciudad más que sus ciudadanos- es por ahora refractaria a la idea de emporios comerciales donde se acumulan las marcas premium en el interior de arquitecturas penitenciarias. El Pasaje Rodrigo, precioso y pequeño, es la prueba límite de lo que se puede hacer sin destrozar lo que se toca. Conserva el aire artístico que decidieron darle sus precursores y, como si fuera poco, los ensayos prehistóricos de Los Redondos cuando no eran “nadie” todavía son una presencia fantasmática en el silencio de sus sótanos.

De cualquier manera, no habrá de pasar mucho tiempo para que amanezca un TOM o algo parecido en la zona norte. La clase media se repliega hacia allí desde hace varios años, abandonando de algún modo la ciudad (que cada día parece más abandonada) y cumpliendo a medias el sueño del retiro. A medias porque el verde se ve poco si se trabaja mucho. Sólo le falta un foco duro de consumo inútil: las marcas, inexplicable fuente de prestigio ciudadano. Ya llegarán y, entonces sí, al Paraíso no le faltará nada.

Las noticias locales nunca fueron tan importantes
SUSCRIBITE

ESTA NOTA ES EXCLUSIVA PARA SUSCRIPTORES

HA ALCANZADO EL LIMITE DE NOTAS GRATUITAS

Para disfrutar este artículo, análisis y más,
por favor, suscríbase a uno de nuestros planes digitales

¿Ya tiene suscripción? Ingresar

Básico Promocional

$120/mes

*LOS PRIMEROS 3 MESES, LUEGO $2250

Acceso ilimitado a www.eldia.com

Suscribirme

Full Promocional

$160/mes

*LOS PRIMEROS 3 MESES, LUEGO $3450

Acceso ilimitado a www.eldia.com

Acceso a la versión PDF

Beneficios Club El Día

Suscribirme
Ir al Inicio
cargando...
Básico Promocional
Acceso ilimitado a www.eldia.com
$120.-

POR MES*

*Costo por 3 meses. Luego $2250.-/mes
Mustang Cloud - CMS para portales de noticias

Para ver nuestro sitio correctamente gire la pantalla