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Información General |HISTORIAS PLATENSES

La rutina familiar: padres “taxi”

De la escuela al trabajo, del trabajo a fútbol, del trabajo a inglés. Largas noches en vela esperando que los chicos salgan de los boliches para ir a buscarlos. Cuáles son los motivos por los cuales los padres que de chicos hacían todo a pie o en micro, hoy llevan a los hijos a donde sea

30 de Agosto de 2014 | 00:00

Por GONZALO BUSTOS

7.15 de la mañana y Diego sabe que si en cinco minutos no sale, la cosa se va a complicar. Apura a sus hijos para que terminen de desayunar, chequeen la mochila y suban al auto. Si no pone en marcha el coche ya mismo, va a tener que estacionar en triple fila, sus niños van a entrar a la escuela cruzando entre autos conducidos por padres apurados, como él, y no va conseguir estacionamiento cerca del trabajo.

Así comienza el primer goteo de adrenalina del día de este abogado de 46 años. No es el único. Al igual que él, miles de padres arrancan su jornada sintiendo que el tiempo se les escurre de las manos. “Mis hijos son chicos, tienen 9 y 11 años”, dice Diego. “Es por eso que me encargo de llevarlo a todas partes”.

En algunos casos la edad no hace a la cuestión. Oscar –53, chofer del gobierno de la provincia– tiene hijas de 20 y 23 años, pero hizo lo mismo hasta que ellas comenzaron la facultad. “Y”, Oscar se encoge de hombros, con sentimiento de culpa, “uno las va malcriando, viste”.

Claudia, madre soltera contadora sub 50, llevó a su hijo “a todos lados” hasta que cumplió los 16. Lo hizo siempre en remis porque no tenía auto. En ese hábito gastó mucha plata.

Si por algún motivo –que suele ser laboral– los padres que son choferes de sus hijos no pueden llevarlos, acuden a familiares, amigos, otros padres tan todo terreno como ellos.

“Si es por una cuestión de seguridad física no lo vas a largar nunca. Hay que promover la independencia para que se pueda manejar solo por la calle y que si no podés acompañarlo sepa resolverlo”

Cuando Oscar, el que hizo de chofer de sus hijas hasta la universidad, estaba ocupado, iba su mujer. Si ella no podía, se hacía cargo el abuelo. “Todos fuimos remiseros de ellas”, dice. A falta de padre, el hermano de Claudia se encargó de socorrerla. Durante siete años, llevó a su hijo a inglés. Por otro lado, si a Diego se le complica, “va alguno”. Revisa los contactos del celular y llama al de más confianza. Su mujer trabaja en Capital hasta entrada la noche y tiene que arreglárselas con amigos o padres de compañeros de sus niños. No es tarea fácil. Pero para ellos, no hay opción. Solos, en un mundo cada vez más hostil, jamás.

“Las actividades no se suspenden y los lazos son vitales para eso”, comenta el abogado. Oscar y Claudia, por ejemplo, fueron de los que se hicieron cargo del grupo de compañeros. Mientras que el primero ve el costado positivo (“sabés con quién se junta tu hija”), la segunda dice que el resto de los padres, aunque tenían auto, le cargaban la responsabilidad de llevar al grupo de amigos. ¿Por qué motivo? Tras un suspiro, sus ojos oceánicos se pierden mirando el antiguo mueble que tiene enfrente de su escritorio y dice “los padres de los varones son muy particulares”. Oscar, que ceba mate y habla rápido, tiene palabras para definir esa particularidad: “hay tipos que no quieren saber nada con llevar y traer”.

OTROS TIEMPOS

Cuando Diego, Oscar y Claudia eran chicos, todo pero todo era distinto. A los 10 años Diego ya iba caminando solo al colegio. Cruzaba el Parque Saavedra a las 7 de la mañana en la plena oscuridad de las largas noches de invierno. “Era otra época. Hoy es un tema”. Oscar tenía que andar a pie ocho cuadras para llegar a la escuela. A veces, sólo a veces, lo acompañaba su madre, “pero era otra cosa”. “Hoy ya saben que les pueden robar. Antes no era así”, dice Claudia. Ella iba a estudiar en micro a las 6.30 de la mañana, las puertas del edificio en el que vivía estaban abiertas, los chicos jugaban en la calle. “Era otro mundo, no había miedo”.

La contadora cree que todo surgió en los ’90. “Se condenó a la indigencia a miles de personas”, dice. Diego lo pone en hechos, “ahora al pendejo lo arrinconan por un celular. Es un garrón porque retrasa todo lo que es la maduración del pibe. Pero vos querés que madure, no que por una campera se coma un puntazo”. “Ahora es todo más vulnerable. Porque se juegan otras cosas, porque decís ´estoy criando un bobo´”, suma Oscar.

“Si es por una cuestión de seguridad física no lo vas a largar nunca. Hay que promover la independencia para que se pueda manejar solo por la calle y que si no podés acompañarlo sepa resolverlo. No es que tiene que ser algo taxativo. Tenés que hacer que aprenda a moverse solo y no dependa del traslado. Y si vas a pensar la seguridad, hasta los 21 vas a seguir llevándolo”, sentencia Ivana Antonelli, psicóloga consultada por este medio. “La integridad física no puede ser un condicionante”.

POR LA TARDE

Si el asunto se terminara en llevar y traer de la escuela a los hijos sería todo más sencillo. Pero no es así. Los chicos tienen otras actividades por la tarde. Y claro, ahí están sus padres taxis para llevarlos. Los hijos de Diego van a rugby lunes y miércoles, mientras que martes y jueves tienen inglés. El deporte es elección, el idioma “por obligación, pero les gusta”, cuenta. “Hay cosas que entiendo que van a servir, como inglés; entonces lo llevás”, explica Diego que después se sincera: “a veces rompe las pelotas por el horario, por como está la calle. Pero les va a servir”.

De las dos hijas de Oscar, la mayor siempre fue más activa: hizo gimnasia desde los 6 años, luego vóley, luego tenis. “Hoy está impuesto que el chico tiene que saber inglés y hacer deporte. No comparto mucho eso, tiene que hacer lo que le gusta”. La psicóloga Antonelli reafirma los dichos de Oscar: “la actividad del chico tiene que ver con su deseo y no con el del padre que hace una prolongación del propio deseo”.

Cuando Claudia pudo alquilar un departamento e irse a vivir con su hijo, averiguó sobre un curso de inglés. Consiguió y lo mando por un mes nomás. “Siempre era por un tiempo perentorio. Pero lo terminó”, cuenta. Como no podía acompañarlo, se ocupaba su hermano. También lo llevó a fútbol, a básquet. El tío fue (es) como un padre.

Oscar siempre se terminó quedando en los entrenamientos de su hija Sofía. Se llevaba el mate y observaba. Lo hacía por dos motivos, porque quedaba lejos para volver y porque “la veía jugar y disfrutaba de eso. Me gustaba estar presente, acompañar”.

Los lunes, mientras sus hijos entrenan, Diego corre en el club, se baña, charla con padres. Los miércoles le toca entrenar a un grupo y se queda aunque con los ojos puestos en hijos ajenos. A los partidos no puede ir porque son el mismo día que los de su equipo.

“Tenés que conciliar con los chicos. Hay cosas que se acuerdan y otras que se indican. El hecho ´te voy a buscar´ se indica. El lugar de espera y el horario, se acuerda. Y todo tiene que ver con determinada edad”

¿Sos exigente con tu hijo?

Oscar: No. Trato de contener nomás para que no se frustre.

Claudia: Inconscientemente fui exigente. Santi terminó la secundaria con promedio 8,50 y no quiero repetir eso de presionarlo ahora con la facultad. Siempre tuvo un nivel de autoexigencia muy grande y se lo quiero bajar. Porque eso me pasó a mí, si no tenia 10 o 9 era un fracaso. Y yo le quiero hacer entender que un 4 esta bueno también. La nota no es tan importante, le doy más valor a las competencias sociales.

Diego: Soy exigente con los pibes. Uno es exigente porque la vida es exigente después. Afuera es la selva. Entonces vos lo tenés que preparar.

Antonelli dice que se necesita un equilibrio: “hay que favorecer el compromiso con la actividad. Por ahí tiene que ir la exigencia”.

OTRA VIDA

“Desde que tenés hijos la vida que conociste desaparece y no vuelve nunca más”, le dice el protagonista de Perdidos en Tokio, ya maduro y con familia crecida, a la joven que intenta conquistar. Esa frase quedó estampada en la memoria de Diego. “Es tal cual, no volvés nunca más a la vida que conocés”.

¿Y es mejor o peor?

Depende de cada uno. Para mi es mejor. Tenés que mantener el equilibrio. Los pibes son un proyecto tuyo también. Si vos ves que tu pibe va bien en el colegio, hace deporte, es un buen pibe. Hay pibes que, pobres no tienen la culpa, andan en la calle, son un desastre. Y sabés que van a tener una vida de mierda, si no terminan con un plomo en la cabeza. Es una satisfacción ver que el pibe anda bien.

Ella quería que Santiago hiciera deporte, que estudiara ingles, que saliera. Consideraba que era lo normal “porque prefería que viviera cada cosa a su tiempo”. Por eso Claudia siempre se acomodó a su hijo y se angustió al ver que otros padres no hacían lo mismo con los suyos.

“Cambié mucho mis hábitos por sus horarios”, cuenta Oscar. Cuando se convirtió en padre trabajaba de noche, entonces podía acomodarse fácil. Volvía del trabajo a las 7, las llevaba a la escuela, a veces tenía que volver a la cochería fúnebre por algún servicio y recién cortaba al mediodía cuando las retiraba del colegio y almorzaba con ellas. “Toda la Primaria me duró ese ritmo de vida. Y parte de la Secundaría también”.

QUÉ QUERÉS SER

Hasta aquí, un grupo de padres buscando asegurar el sueño de sus hijos. Pero, ¿qué era de ellos cuando, también, tenían sueños por delante? De pequeño Oscar quería ser jugador de fútbol. Estuvo a punto de jugar en Estudiantes, pero se fue al ver que un chico entró al plantel por ser hijo de un amigo del DT. “Yo necesitaba que alguien me dijera algo respecto a eso, de que siempre van a pasar cosas así”, reflexiona y suma que hoy intenta transmitir esa experiencia a sus hijas porque “a mi ese hecho me marcó”.

Claudia soñaba con ser bailarina clásica. Terminó como contadora “por moda”, la gran mayoría de su grupo de amigos se inclinó por las ciencias exactas. Hoy su hijo estudia Derecho, a ella le interesa la “competencia social” porque “es tan importante como lo dogmático”. Ahí está la llave, cree. Por eso le enseñó a manejarse con los profesores, a luchar con la burocracia académica y demás.

Quería ser abogado, Diego. Si bien trabaja de lo que añoraba, le falta un poco más para sentirse del todo satisfecho, “pegar alguna grossa”. A nivel familia, está completo y para hablar de la crianza de sus hijos retoma la suya: “de grande entendés cosas que antes no entendías de tu viejo y tu abuelo. No sé si es admiración, pero comprendés”.

A LA NOCHE SALIMOS

Primero la escuela, después las actividades deportivas. Cuando eso termina y los chicos crecen, el trajín semanal pasa a las noches de los fines de semana. Y los padres también acompañan a sus hijos a bailar. Ese proceso inicia con las matinés, sigue con los cumpleaños de 15 y se termina con las previas y las noches que se hacen días. “Tenés que conciliar con los chicos. Hay cosas que se acuerdan y otras que se indican. El hecho ´te voy a buscar´ se indica. El lugar de espera y el horario, se acuerda. Y todo tiene que ver con determinada edad”

Santiago, el hijo de Claudia, se inició en las salidas a los 12 años. Ahí era más fácil, reconoce la contadora. Los horarios no eran tardíos por demás, con mirar algo de televisión luego de cenar se pasaba el tiempo. “Siempre tuve miedo, era chico, no sabía con qué se podía encontrar. Por eso lo llevaba”, dice ella. En la puerta de los bailes para menores las colas de autos con padres abordo compiten mano a mano con los taxis. La ventaja de llevar y traer a los chicos, suma Oscar, es que conocés cómo es la zona de los boliches.

Esa procesión extiende distancias cuando llegan los cumpleaños de 15 de las compañeras de la escuela. Ahí hay que aguantar hasta pasadas las 5. Algunos se acuestan, otros, como hizo Claudia, resisten a mate y café: “por miedo a quedarme dormida”.

En esta etapa final de acompañamiento, los chicos –que ya no lo son tanto– comienzan con las protestas. “Déjame en la esquina, es un quemo”. Hay enojos, discusiones, escenas. Antonelli explica que “hay que hacer acuerdos con los chicos. Tenés que conciliar. Hay cosas que se acuerdan y otras que se indican. El hecho ´te voy a buscar´ se indica. El lugar de espera y el horario, se acuerda. Y todo tiene que ver con determinada edad”.

La etapa de liberación se inicia entre los 16 y los 18 años. “Yo dejé de acompañarlo porque me vencí”, confiesa Claudia. La rutina de las salidas cambia a medida que avanza la edad y los horarios. “Igual, las primeras salidas solo no dormía. Me quedaba despierta hasta que volvía”. Hoy, hace tres años que Santiago sale sin que su madre lo acompañe y ella duerme tranquila. El nene creció. Al fin.

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