Los otros cielos

Por JUAN JOSE BECERRA

Julio Cortázar es un escritor formado por la modernidad y el surrealismo. De la modernidad, toma la idea del hombre como individuo soberano. Del surrealismo, extrae una posición artística y moral acerca de cuál es la literatura que se debe hacer -sin obediencia a dios ni a la razón- contra lo que llama orden aristotélico-tomista.

Una de las claves de esta inclinación surge en 1933 con la lectura de Opio-Diario de una desintoxicación (1930), de Jean Cocteau, quien conecta la vanguardia con la vida de artista, y la poesía de Apollinaire con la pintura de Picasso.

La experiencia produce en Cortázar un impacto formal y biográfico, y le despierta una temprana simpatía por la hibridez artística y la versatilidad autoral. Sobrepasar las letras y vivir la obra. El programa es de Cocteau. La ejecución es de Cortázar.

Opio no es sólo un libro de pensamientos íntimos y manifiestos, es la agenda que Cortázar utiliza para moverse. En primer lugar, dentro de la cultura del siglo XX (de la que es rigurosamente contemporáneo), pero también en todas las direcciones geográficas, lo que desata desde muy joven un amor preventivo por los sitios que desconoce.

Antes de su primer regreso a Europa, en 1949, despliega un mapa gigante y marca los sitios que planea visitar. Podemos imaginar la pose de conquistador, de la que el mapa es el futuro y el presente que lo contempla su víspera. La dinámica que lo mueve tiene la lógica migratoria de las nubes. Ya es, más que cualquier otra cosa -más que el escritor que desea ser-, un hombre que se va.

En su casa de Banfield -donde vivió entre 1918 y 1933- jugaba con su madre a “mirar el cielo y buscar la forma de las nubes e inventar grandes historias”. El cielo es la referencia inestable y profusa que domina tanto su vida artística como civil. Basta estar bajo un cielo para soñar con otros.

Las inquietudes se trasladan de un modo asombroso a la identidad. Cortázar es el joven viejo que da clases en la pampa y el galán de barba y guayabera, el melómano y el aficionado a la brutalidad del boxeo, el caminante solitario y el anfitrión de Saignon, el seudoaristócrata desdeñoso y el soldado de América Latina, el niño eterno y el “padre” (del hijo de Ugné Karvelis); y también es el novelista, el cuentista, el poeta, el crítico, el lector, el editor artesanal (que imprime sus textos en un mimeógrafo comprado en un remate de la UNESCO), el traductor público y el agitador político.

No hay ninguno de estos Cortázar, cada cual bajo el cielo que le haya tocado vivir, que no sea el verdadero y en cierto sentido el único.

En “El otro cielo” (Las armas secretas, 1966), la conexión interoceánica entre las galerías Güemes y Vivienne se concentra en un punto. Es el máximo homenaje de Cortázar a la ubicuidad, el único poder divino que vale la pena experimentar.

Vivir en París -le dice a Eduardo Jonquieres- es el precio que se paga por una “no vida” en Buenos Aires, Venecia o Tahití. Pero no hay ningún abismo entre cielos, por distantes que estos sean entre sí, que la magia -el truco- de la literatura no pueda salvar.

Texto de apertura de la muestra “Los Otros Cielos”, de la cual Juan José Becerra es curador (Museo Nacional de Bellas Artes, desde el 26 de Agosto a las 19)