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Viaje mágico al alma de Macondo

18 de Abril de 2014 | 00:00
Viaje mágico al alma de Macondo

El día que García Márquez ganó el Premio Nobel recibí del director de la revista donde trabajaba, una orden insólita: contar cómo era Macondo, el pueblo imaginado por Gabo en su novela “Cien años de soledad”. El problema era que, aparentemente, Macondo no existía. Era el producto del “realismo mágico”, una corriente literaria nacida en América Latina y que en ese momento fascinaba a los lectores del mundo entero.

Con el fotógrafo tomamos el primer avión a Bogotá sin saber cómo encontrar un pueblo que no figuraba en ningún plano. Estábamos caminando a ciegas hasta que se nos prendió la lamparita. Lectores fanáticos de García Márquez, recordamos una frase de El otoño del Patriarca: “Dónde estarás Manuela Sánchez de mi desdicha. ¿Tal vez cumbiando en Aracataca?”. Aracataca era el pueblo donde él había nacido. Y allí llegamos gracias a la compañía de micros “Cosita linda”, que nos dejó a la entrada. Y comenzó la magia.

Lo primero que vi fue una calle de tierra con casas a los costados, una frente a la otra, todas de madera pintada, inclinadas como si estuvieran a punto de caerse. (Después supe que las inclinaba la violencia del viento). Y sucedió lo increíble para un platense. La calle principal se llamaba Calle 8. Nos recibió una pila de féretros pintarrajeados: era la funeraria de Aracataca. Lo segundo que vi fue el río que llevaba el mismo nombre. Allí se bañaban sus habitantes, incluyendo esas estatuas de ébano, que son las mulatas caribeñas.

Y se acabó el paseo. De pronto estaba frente a nosotros el sheriff del pueblo. Con su sombrero de ala ancha y el revólver a la cintura, parecía escapado de un western. Pero su mirada no era de película, precisamente. De entrada, nomás, nos preguntó: “¿Qué están buscando gringos?”. Por suerte sabían que García Márquez había ganado el Nobel y lo estaban esperando. ¿Cómo no iba a venir si aquí estaba su casa?

Estuvimos una semana y todo el tiempo sentí que estaba viviendo en el interior de un sueño. Cada minuto era un hallazgo. Lo primero que vi fueron las mariposas amarillas que en la novela vuelan sobre la cabeza de Mauricio Babilonia. El huevo de dinosaurio era en realidad una roca gigantesca con forma de huevo. Macondo era el nombre de un árbol, de una estancia, y de un par de piezas plagadas de lagartijas que llamaban hotel. Había un árbol con una cadena gigantesca atada al pie, que era la prisión de un Buendía.

Estaba, claro, lo que no figuraba en la novela o yo no recordaba haber leído. Estuve con una prostituta de cien años que la mantenía el pueblo entero porque había sido la maestra del amor para los hombres. Quedaba en pie el frente de la casa de los Márquez, que conservaba en una de las paredes sus dibujos casi borrados por el tiempo y el abandono. Y el cementerio donde un guardián cuidaba la tumba de la familia. Tirada en un rincón estaba la paila donde su madre hacía la miel. Un objeto precioso para mí. Lo que siguió fue mi vida en Macondo.

Bailé en la cumbiamba Cacique Ara: un piso de cemento rodeado por una empalizada de cañas. Escuché del amanecer a la medianoche una variante de la cumbia que se llama ballenato. La dueña del hotel me pidió que le contara cómo era la nieve. A cambio me mostró sus amuletos de la buena suerte: un patio lleno de tortugas que llamaba sus “morrocollos sagrados”.

La antena de la radio estaba instalada en el campanario de la Iglesia y se podía escuchar hasta la plaza principal. Hasta allí llegaba la onda. Por supuesto, la noticia del día éramos nosotros. Hubo un crimen. Un hombre mató a tiros al amante de su mujer. El sheriff entendió que era una causa justa y lo dejó en libertad. Esa noche nos dieron un par de sillas y nos invitaron a velar al muerto. La viuda, de luto riguroso, preparó comida para todos.

Me bañé en el río. El jabón tenía la forma de una barra de oro y servía, también, para bañar a los animales. Allí me enteré que el río había estado en otro lugar. Un día se fue y se quedó donde está ahora. Me alimenté con plátanos fritos y carne de buey al sol. Tomé todo el tiempo aguardiente porque no había agua mineral. A la hora de partir me fui con lo puesto. Regalé toda mi ropa a la banda de chicos que nos acompañaron cada minuto que estuvimos. Para ellos éramos habitantes de otro planeta. Y tenían razón.

Como periodista me fui feliz de haber descubierto el secreto de García Márquez. Macondo no es la creación de su genio literario sino la crónica del lugar donde nació y pasó su infancia. Desde ese día para mí no fue un escritor sino un alquimista. Su magia consiste en transformar las palabras en oro.

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