Sin él, cien años de soledad

Es muy probable que millones de lectores de todas las lenguas inicien a partir de ahora su propia soledad, porque los dejó Gabriel García Márquez. Y pese a que Gabo hace mucho se había retirado de la literatura, del periodismo y de la vida pública activa, su figura ya permanecía –y así quedará para siempre, como entre nosotros ocurre con la de Borges- como un emblema de la creación.

A García Márquez, como a todos los que integraron el llamado boom latinoamericano, allá por la década del 60, entre quienes corresponde mencionar a Julio Cortázar de Argentina, Carlos Fuentes de México y Mario Vargas Llosa, de Perú, se les debe la incorporación a la literatura de millones de lectores en el mundo entero. Hay un antes y un después de esa generación.

A través de obras inaugurales como “Cien años de soledad”, del propio Gabo, o “Rayuela” de Cortázar, o “La ciudad y los perros” de Vargas Llosa o “La muerte de Artemio Cruz” de Fuentes, sin olvidar a otros grandes contemporáneos como el cubano Alejo Carpentier o el peruano Manuel Scorza, el pensamiento literario mundial se vio cruzado por palabras nuevas y estilos desafiantes. Y es verdad que estos intelectuales arriesgaron corazón y mente, para enfrentar con valentía a las dictaduras militares que pesaban sobre sus países. Muchos de ellos debieron partir al exilio.

El éxito resonante de estos autores se reflejó durante décadas en que sus obras se agotaron permanentemente, no sólo en las librerías de América latina sino en las de Europa y aún en otras remotas regiones del mundo. El crítico Frederick Nunn diría que “los novelistas latinoamericanos se hicieron mundialmente famosos a través de sus escritos y su defensa de la acción política y social y porque muchos de ellos tuvieron la fortuna de llegar a los mercados y las audiencias de más allá de América Latina a través de la traducción y los viajes y a veces a través del exilio”.

En el caso de García Marquez, es cierto que “Cien años de soledad”, si bien no fue su primera obra, lo convirtió casi de inmediato en un autor mítico, predilecto de los grandes públicos. Se lo consideró como el máximo exponente del realismo mágico, traductor como pocos de las realidades coloridas, fantasiosas y también patéticamente vivenciales del Caribe, convertido ya en un clásico de la literatura universal.

Varias décadas antes León Tolstoy había dicho su aforismo “pinta tu aldea y pintarás el mundo”. Esto es, conoce antes que nada lo propio, la más profunda de tus esencias y serás universal. Eso es lo que hizo y logró con creces García Márquez con su Macondo, el famoso pueblo de su novela que representó a su Aracataca real, el pequeño municipio del departamento colombiano de Magdalena en el que nació y en el que dio sus primeros pasos de acercamiento a la literatura.

El estilo poético de García Márquez, el surrealismo casi agobiante de su prosa perfecta, la dinámica de sus personajes a veces rodeados de enjambres de mariposas o de flores carnívoras, sumergidos en el letargo de paisajes lluviosos o ardientes, el acercamiento de lo narrativo y lo periodístico en libros como “Crónica de una muerte anunciada”, sus auscultaciones metafóricas pero ásperas de las realidades políticas, fueron lecciones literarias gravitantes para el final del siglo XX.

Cuando los grandes como García Márquez se van, se abre un duelo -una suerte de compromiso- para la condición humana. Sin embargo, frente a estos desenlaces que causan una momentánea tristeza, late siempre la sensación de que la inteligencia, la ética, la solidaridad, el estilo único, nunca dejarán de florecer.